miércoles, 13 de junio de 2012

Revista EL Gourmet.com



El amigo

Debía verme muy solo y nostálgico aquel invierno en Seúl. Cuando mi amigo chino Lei se enteró de que viajaría a Pekín, me anunció que me presentaría a su estudiante más hermosa para que me guiara a través de la ciudad. Yo me mostré escéptico, aunque me cuidé bien de no hacérselo notar. Debo aclarar que mi escepticismo provenía más de conocer las particularidades del gusto oriental, que de la desconfianza. Caminando junto a Lei u otro amigo, no me había faltado ocasión de comprobar que mi manera de entender la belleza femenina era bien distinta a la de los orientales: donde yo identificaba a una mujer hermosa, mis amigos veían a una mujer vulgar, y viceversa.
Por eso, una vez en Pekín, me dirigí al encuentro de Wu Li sin ninguna esperanza, sólo para no declinar la amabilidad de Lei. El día era frío y ventoso, nos habíamos citado a la salida de una estación de subte cerca de Tianmen, pero me perdí y llegué media hora tarde. Tan tarde que ya era de noche.
Wu Li, pese a todo, estaba ahí. Se presentó inclinando la cabeza, y dijo algo que me dejó sorprendido: “el profesor Lei me encargó que le haga probar el mejor pato de Pekín”. Me resultó excepcionalmente hermosa. El mejor pato de Pekín calzaba en su boca como una exhortación al envenenamiento amoroso. Ni siquiera pude reaccionar para disculparme por la demora. “El pato asado Pekín es muy famoso”, aclaró con timidez. Asentí: cada palabra que pronunciaba la volvía más perfecta. Era el tipo de mujer oriental que me fascinaba; un lunar cerca de la comisura terminaba de transformarla en una anacrónica estrella de cine de Shanghai del año treinta.
Caminamos. Ella no dijo nada más, así que para evitar un silencio incómodo yo le hice un relato de mis días en Corea. Ni siquiera estaba seguro de que quisiera saber algo de mí. Su única misión era hacerme probar el pato. O en otras palabras, cumplir el mandato a través del cual Lei la había hecho caer en una trampa para que yo conociera a una verdadera belleza oriental.
“Estamos perdidos”, me dijo de pronto, “no sé dónde está el restaurante”. Tomé conciencia de que no había escuchado nada de lo que yo le había relatado. “Yo no soy de Pekín”, explicó, y acto seguido se dirigió a un policía. Pude observarla de espaldas. Tenía un cuerpo sumamente armonioso. Aunque alrededor había varios restaurantes especializados en pato, Lei preguntó por uno específico: el Quan Ju De. Estábamos a menos de una cuadra. Entramos a un edificio palaciego y subimos por ascensor a un piso alto. Sentí que me mareaba. “Es el más famoso de todos. Acá quiere Lei que lo traiga.” Me pregunté entonces si Lei y ella no habrían sido amantes y llegué a una posible conclusión: lo nombraba para castigarme por la demora. Si lo hacía una vez más, me iba.
La decoración imperial del salón impresionaba todavía más que la del edificio. Calculé que si le decía a Wu Li que el lugar me parecía inaccesible, perdería las pocas posibilidades que me quedaban de seducirla. Pensé que Lei me había gastado una broma enorme. Nos sentamos. Wu Li estudió el menú y dijo que si estaba de acuerdo podíamos pedir el plato Quan Ju De, que tanta fama le había dado al lugar. A su modo de ver, un extranjero tenía que probarlo: además del pato laqueado en rodajas, venían pepinos, puerros, piel asada, todo envuelto en tortillas pintadas en salsa agridulce, y para finalizar un caldo preparado con huesos sobrantes. Esa era, según me dijo, la voluntad de Lei. Me disculpé y fui al baño. Ahí caminé como un animal enjaulado, comprobé que había traído dinero suficiente para pagar la cuenta, y pese a tener abierto el camino de la huida, volví al salón para cumplir la voluntad de mi amigo.


Oliverio Coelho

Revista el Gourmet.com mes de Junio 2012.
Lápices y toques de acuarela.